
Tres episodios de la Guerra:

Los terrenos que ocupa nuestro Barrio de El Batán fueron sin lugar a dudas, unos de los más castigados por la Guerra Civil de 1936. Podemos decir, y en esto están de acuerdo todos los historiadores, que el Sitio de la Casa de Campo y la Carretera de Extremadura fue, durante la contienda, unos de los más beligerantes. La razón fue que en esta zona se detuvo el avance de las tropas rebeldes de Franco en la tomar de Madrid. Reconocida por los dos bandos su estratégica situación, el lugar alto y casi despejado de casas, desde la que se divisaba perfectamente los movimientos de las tropas que defendían Madrid. Era el lugar lo suficientemente alejado y a la vez próximo a los edificios del paseo de Extremadura, que acababan en la calle Clemente Fernández y Alfonso Cea, a excepción de un grupo de viviendas que sirvieron de punto de observación para las tropas de Franco, donde se encontraba la Casa Blanca en paseo de Extremadura 161.
La calle del Dante trazaba la línea que dividía Madrid y Carabanchel Bajo, el conocido Vértice Paquillo, el nombre de Vértice Paquillo lo recibía, por estar en la punta de ese Vértice el célebre Ventorro Paquillo ya en los mapas en el siglo XVIII y que aún permanecía a principios del siglo XX, situado exactamente en la carretera de Extremadura número 1. En esa línea aproximadamente se fijaron las posiciones del ejército que venía a tomar Madrid. Y se trazó aquí la línea porque en la calle Dante estaba la última entrada a la Casa de Campo, la entrada del Término, que pudieron controlar las tropas rebeldes.
Había también unas cuantas edificaciones como el Colegio Pedro Atienza y la Casa del Guarda que sirvieron de parapeto a los soldados.
La toma de Madrid se planeó en su frente principal por la Casa de Campo, de las columnas que participaron, tres lo hicieron por la Casa de Campo y una cuarta lo hizo por la Carretera de Extremadura. Las posiciones que se establecieron en noviembre de 1936 después del primer intento de tomar Madrid, se mantuvieron más o menos igual hasta prácticamente el final de la guerra.
La lucha por mantener esta posición estuvo llena de episodios que en algunos casos dio la vuelta al mundo.


La CASA BLANCA
Un símbolo de esa resistencia, fue la llamada Casa Blanca, un bloque de viviendas con cinco pisos de altura, propiedad como el terreno circundante de Hilario Sangrador, que sería asesinado durante la guerra civil en las tapias de la Casa de Campo, quien lo había comprado a Josefa Cañedo y Mori viuda de Castañeda, el cual puso el nombre a la calle por ser suyo el terreno, costumbre muy común en Carabanchel.
Fue en este edificio de color blanco, donde se parapetaron durante ocho meses soldados de las tropas rebeldes. Y así fue hasta que las tropas republicanas de la sexta división la volaron el sábado 19 de junio 1937.
El edificio de La Casa Blanca, estuvo situada en la Carretera de Extremadura en el centro de la manzana que hoy se forma entre el número 153 y 165, es decir lo que entonces estaba la Casa del Cura en cuyas ruinas se construyó el Cine Extremadura, y el Fielato, hoy Colegio Divino Maestro.
En parte de este solar de la Casa del Cura se edificó el Bar Herráez o del Cura, como se le conocía, hoy desaparecido, en la esquina con la Calle de Hilario Sangrador y Huerta de Castañeda.
El Bar del Cura tuvo la primera televisión del barrio, allí se vio, con la pantalla dirigida al exterior para satisfacer a la gente que se agolpaba en la calle, la boda de Balduino y Fabiola (1960).
El Batán estuvo siempre ocupado por las tropas rebeldes, sólo hubo una pequeña incursión después de volar la Casa Blanca.
La voladura de la Casa Blanca fue portada en todos los periódicos del mundo y la narración de aquellos hechos fueron adornados con el tinte épico tan normal en ambos bandos.
Más o menos fueron así:
Unos hombres; Serrano, Carreño, Dorado, Espigas, Jiménez, Becerra, Ramos, Carmona. A las once de la mañana del sábado 19 de junio de 1937 en el frente de la Carretera de Extremadura, en un día caluroso, por las trincheras avanzaron en fila india un millar de hombres, en silencio, no se escuchaba otro sonido que el de las pisadas sobre la arena. Semanas enteras se había trabajado en construir esta mina.
Encabeza la comitiva el experto en voladuras Martínez, que mandó a todos ponerse cuerpo a tierra.
Trepida la tierra, estallan diez mil kilos de dinamita que dibujan en el paisaje una llamarada con blancos escombros que llegan hasta las trincheras, un polvo blanco traído por el aire cubre el paisaje. El comandante Dorado se encarga de rematar lo que ya son las ruinas de la Casa Blanca, se acaban ocho meses de pesadilla para las tropas republicanas. En la operación mueren el sargento Carmona y el cabo Jiménez.
Una vez volada la Casa Blanca las tropas republicanas adelantaron sus líneas desde el Palacio de Bofarull hasta la gasolinera de Casimiro Crespo en el Paseo de Extremadura 148 casi enfrente de donde estuviera la Casa Blanca.
En la toma de Madrid había sucedido algo que fue muy importante a la hora de determinar los dos frentes, el 8 de noviembre las tropas de Franco al mando del General Varela se establecieron en la frontera entre Carabanchel y Madrid, en esa frontera la Puerta del Dante quedó en manos de los rebeldes y por ella se llevaban las provisiones a sus tropas bajando por el Puente de la Siete Hermanas.
Por otro lado las tropas Republicanas se quedaron en la zona del Castillos de Bofarull justo donde estaba otra entrada a la Casa de Campo, el antiguo portillo del Agachadiza que la República había ampliado y convertido en la Puerta del Madroño, por esta puerta los republicanos abastecían a sus tropas cruzando el Puente de Agachadiza, el cual reforzaron con hormigón para que aguatara el paso de vehículos pesados.
Antes de la voladura de la Casa Blanca, en la zona se produjo uno de los hechos que le valieron al comandante Julio Carrasco Pérez de 37 años, del Batallón La Libertad la condecoración de la Cruz del Mérito Militar impuesta por el General Mangada.
Relata el comandante que el día 25 de noviembre de 1936, estando en las trincheras del sitio de la Carretera de Extremadura en un día que se presumía tranquilo, cuando de improviso oyeron el galopar de las tropas moras que a caballo venían de la zona de los tejares, como llamaban a la zona de El Batán. Como nos les daba tiempo a cambiar el emplazamiento de las ametralladoras, tuvieron que coger las ametralladoras sobre sus hombros y disparar contra los moros.
La acción se había gestado entre las tropas franquistas, contando con la ayuda y experiencia de los alemanes.
Uno de los que salieron aquella mañana de niebla para conquistar el puesto avanzado de la Carretera de Extremadura fue Juan Muller Kruger un mecánico alemán de 44 años nacido en Sttetin (Alemania), Juan era un alemán bajito y moreno de fuerte carácter y mucha preparación, que vino a España voluntario convencido de que el fascismo liberaría al mundo de los judíos y comunistas.

Llegó a Madrid, con el coronel alemán Oberst Wilhem Ritter Von Thoma, con la 3ª División Panzer. con la misión de reparar y enseñar el manejo de los carros de combate modelo Panzer que Hitler había mandado en octubre de 1936 a España para ayudar a Franco.
Muller destinado en primer lugar en Castillo de las Arguijuelas de Arriba en Cáceres, acabó viniendo a Madrid en noviembre de 1936 con la 2ª compañía a preparar a las tropas en el manejo de los carros de combate. Y fue él uno de los estrategas que diseñó los movimientos de los carros de combate. El plan consistía en distraer a las tropas republicanas con la caballería, mientras unos carros de combate remataban la acción. Para ello, unos días antes, se transportaron desde las caballerizas de la Venta de la Rubia 14 caballos que fueron escondidos en las naves, ahora abandonadas, del Tejar del Chapa.
Allí en la amplia nave se ultimaron los planes. Se contó con un grupo de moros diestros en la cabalgada para atacar de improviso, forma típica en las luchas africanas de estas tropas. Desde la Carretera de Extremadura harían una galopada, aprovechando la niebla que cubría ese día la posición, que las tropas republicanas conservaban desde el 7 de noviembre.
El cometido de la caballería era llegar cerca de las trincheras enemigas y con su presencia distraer a los soldados. Mientras, con dos tanques que irrumpirían por la Casa de Campo, rematar la operación.
Con lo que no contaban los atacantes era que ese día estaba en la posición, para solidificar el sitio, el comandante Carrasco, un militar experimentado, que conocía sobradamente las estrategias de los moros, ya que había luchado en África en 1924, siendo prisionero de Abd-el-krim en Taquigría Anual.
El comandante, se dio cuenta enseguida de la jugada, con agilidad y sin dar tiempo a los carros de combate a que abrieran fuego, abrió una caja de bombas de mano y las lanzó contra el primer carro, que trató de darse la vuelta, el comandante siguió lanzando bombas de mano contra el segundo carro, hasta que quedó destrozado.
Al final los ocupantes de los carros de combates, seis soldados alemanes fueron hechos prisioneros. Algunos de los milicianos quisieron a justiciarlos allí mismo pero el comandante lo impidió.
De estos episodios quedó en el barrio de El Batán, y muchos se acordaran de ello, un tanque abandonado en el que los niños jugaban. Ya terminada la guerra el tanque estuvo allí durante años, hasta que un día desapareció.
JUAN «EL ALEMÁN»


APARECE EL CADÁVER DE UN ALEMÁN JUNTO A UNAS OBRAS DEL BARRIO DE ALUCHE.
APARECE MUERTO EN UNA OBRA
Juan Muller Kruger, de setenta y siete años, natural de Sttetin (Alemania), que habitaba en la calle Pascual Rodríguez, sin número, fue hallado muerto en una obra que se realiza en la calle de Villaviciosa, en la colonia de Aluche. El cadáver no presentaba señales de violencia. Al parecer, falleció a consecuencias de un colapso. Se ha sabido que la victima residía en España desde hace muchos años. Contrajo matrimonio en Toledo. Últimamente se le conocía en Aluche como un hombre sin medios de vida que, para ganar su sustento, trabajaba cuidando de aquello que algunas empresas le confiaban para ayudarlo a salir adelante, como son el cuidado y guarda de coches, obras y materiales. 12-octubre-1969.
«El Alemán»
Cuando leí la noticia de su muerte en los periódicos se me vino a la cabeza aquella época de mi infancia que ya no recordaba.
Era el alemán tranquilo y sensato, aunque a veces y por motivo de la metralla que albergaba en su cabeza, se comportaba nervioso e irascible, perdía el control, entonces sólo se tranquilizaba mirando aquellos papeles, trozos de planos que guardaba como un tesoro en una carpeta azul con gomas que escondía en el colchón que usaba para dormir.
Él, decía poseer los descubrimientos necesarios para hacer funcionar un automóvil con agua y había embaucado a un infeliz para que pusiera el dinero necesario para desarrollar el invento.
Alquilaron un local a mi madre, justo cuando hacía unos meses que había muerto mi padre. Mi madre buscando alguna forma de ganarse la vida, y con las dos habitaciones que daban a la calle, formó un local. La casa estaba en el sitio llamado San Miguel de Aluche, calle Pascual Rodríguez, en el antiguo distrito de Carabanchel Bajo, en la línea que trazaron las tropas rebeldes para tomar Madrid. Las paredes de esta vieja casa aún estaban llenas de balas incrustadas de una guerra que a nosotros los niños nos parecía lejana.
Aunque de día la calle era luminosa y apenas transitada, al anochecer, como el camino de Machado se tornaba turbia y desaparecía entre los escasos vatios de las bombillas. En ese ambiente Juan “el Alemán” como todos los inventores sin recursos, sobrevivía. Le fascinaba el poder del agua y aquel Citroën al que le había extraído el motor para modificarlo con su nueva idea.
Siempre estaba a la mitad de su proyecto, así se lo hacía saber a Fulgencio Cerrajero, el ignorante y ambicioso mecenas que le ayudaba en aquella aventura; él compró aquel viejo coche y él pagaba los gastos del local. Juan “el Alemán” se ayudaba económicamente reparando coches, sueldo que no le daba para mucho.

Dormía en un pequeño cuarto que él mismo se había construido en el garaje, un camastro y un infernillo de petróleo donde calentaba algún que otro resto de comida que mi madre o alguna vecina le proporcionaba.
Él mismo se encargó de poner un gran letrero sobre la fachada gris perla de la casa: Taller Mecánico Alemán. Ser alemán en aquella época y aún ahora era algo importante, tenía prestigio. Demasiado atrevimiento en sus teorías, para no recelar mi madre ante aquel proyecto provocador.
Juan vino a España para enseñar a manejar los tanques alemanes que Hitler había vendido a las rebeldes tropas de Franco. Aunque su labor era tenerlos a punto y repararlos de cualquier avería.
“El Alemán” era ya un hombre de edad, al que le gustaba llevar una boina como la de los vascos, seguramente para tapar las huellas de la metralla en su cabeza.
En mi casa nunca nos creímos que fuera capaz de hacer funcionar aquel auto con sólo agua de la fuente. Cada día al anochecer le oíamos bajar el cierre y tras unos instantes se presentaba en casa con cualquier excusa. Su oscura silueta aparecía en la cocina. Era un hombre bajito para ser alemán y nada de rubio ni ojos azules.
Al otro lado, le escuchábamos sorprendidos por su cultura y el marcado acento de sus palabras. Nosotros le tratábamos como a un diccionario: ¿Cómo se dice en alemán esto? Cómo se dice lo otro.
Con sus palabras había conseguido convencer a todos de que de un día próximo tendría en sus manos uno de los inventos más importantes de la historia. Los niños como yo le escuchábamos entre admirados y temerosos. Nosotros éramos el auditorio perfecto, seres que no habían sido ejercitados en ninguna disciplina de las que él tanto parecía conocer. Por ello, y por la abrumadora superioridad de sus conocimientos, nosotros no rechistábamos, asintiendo como en una clase a todo lo que decía.
Recuerdo cuando nos habló por primera vez de la guerra. Después se convirtió en un tema recurrente, que a mi madre no le gustaba.
Hablaba de la guerra, de nuestra guerra, como si fuera la suya. De los duros momentos que tuvo que soportar, y relataba escenas de una brutalidad, que a nosotros los niños nos marcaban y seguro que aún todos lo recordamos.
El Alemán era amante de la verdad, eso decía, y también de enseñarla, aún con repugnancia por nuestra parte, se quitaba aquella vieja boina negra y nos invitaba a tocar aquellos bultos que la metralla había dejado en su cabeza, con cuidado y temor acercábamos un dedo y palpábamos un instante, como quien toca un ascua.
A veces, cuando bebía, repudiaba el valor inútil de aquella guerra, el sufrimiento y aquella madre y sus hijos muertos que no podía borrar de su cabeza. Y se lamentaba de haberse enrolado con las tropas nacionales en una guerra que no le incumbía.
Después de un silencio, aclaraba que el verdadero enemigo eran los comunistas.
La estratagema que algunas mentes habían urdido para justificar el horror de la guerra, era considerar enemigo a todo aquel que no pensara como él, es decir a los que tan sólo eran diferentes.
No sé qué extraña influencia ejercía en su carácter la metralla que se alojó en su cerebro. No sé si tan áspera forma de actuar era la que le llevaba a la soledad más triste que un extranjero pueda sentir en un lugar devastado.
Lo cierto es que hubo una vez como en todos los cuentos en que conoció a una joven toledana, eran los tiempos de la liberación del Alcázar y prometió volver y casarse con ella. Este era un episodio que se resistía a contar. ¡Señor Juan, ande cuéntenos algo de su vida de antes!
“El Alemán” reiteró su negativa como otras veces. Y empezó a hablar de otras cosas. De su invento, yo siempre rechacé lo poco que me ofrecieron por mi motor de agua. Tengo más años que todos vosotros juntos y lo que llevo en mi cabeza vale mucho, mucho más de lo que podéis imaginar.
Os digo que no hay en todo el mundo, ni en toda la historia de los hombres, un motivo lo bastante importante como para que una persona se sienta con razones para matar a otra. Ni tan siquiera para hacerla sufrir. Guardó silencio el alemán ante la exacta transcripción de su pensamiento, sin comprender que todavía treinta años después, los vencedores que él había apoyado pisaban sin piedad a los vencidos.
No estamos nosotros para censurar a nadie, decía en un tono triste, en la guerra como en el dolor no hay tiempo para pensar, el frío y el miedo lo ocupan todo. Él sin embargo no tenía reparo en dejarse ver con los llamados rojos, en cierta forma él se consideraba también un derrotado como ellos.
Él les hablaba de aquella Alemania que dejó hace tantos años como de un lugar ensoñado, y ellos se imaginaban trabajando allí, ganando mucho dinero.
Juan siempre evitaba hablar de su país de una manera real, ya que sus ideas habían perdido valor en el mundo libre, y lo sabía, y se negaba a pensar en una Alemania derrotada. Ese fue el motivo por el que se quedó aquí definitivamente en España donde aún imaginaba que el fascismo era posible.
Sólo recuerdo una vez que evocó la única tentación que acaso tuvo algún día de volver a Alemania. Pero fue eso una tentativa, consecuencia de aquel amor imposible de la hija del comerciante de Toledo, con la que se casó, cumpliendo su promesa, una vez terminada la guerra. Ella veinte años más joven que él, seguramente quedó embaucada con sus palabras llenas de ideales y ese invento que algún día les haría vivir sin la protección de sus padres. Con el tiempo comprendió su error. Juan apenas avanzaba en su proyecto, y los padres de ella empezaron a dudar si aquello tenía sentido.
Si aquella muchacha me hubiera querido, repetía amargamente, pero me dio a elegir entre un trabajo en los almacenes de su padre y mi invento.
Juan creyó en esos momentos que tenía algo, una gran idea, igual que el día que oyó al Führer, pero ahora su pensamiento voló por los campos de su niñez y sin poderlo evitar con un gesto más que con palabras llamó a su madre: Mutter.
Cuando se vino a España a defender el fascismo, no se despidió de ella y jamás volvió a verla, no sabía siquiera si sobrevivió, ahora la ciudad en la que había nacido Sttetin por culpa de la guerra pertenecía a Polonia.
Cuando su mujer le abandonó, se vio solo, en la calle, cogió su carpeta azul y huyó al Madrid que conocía. Estuvo varios días durmiendo en la Casa de Campo bajo las encinas, divisando Madrid a lo lejos con las luces de la noche encendidas al principio, luego se iban apagando en el transcurso de las horas simbolizando la extinción de la vida.
De cuando en cuando sonaba el gemido de un horrible grito en su cabeza, primero fue un disparo, después, alguien recitaba poemas en voz alta: maldita sea la noche, malditos los pensamientos, malditas las balas y el miedo que callan la voz de un hombre para siempre.
Al final de su vida, cuando ya nadie sabía quién era, Juan “el Alemán” pudo rememorar con un sabor diferente, el de la certeza, el día en que se alistó allí en su patria para defender unas ideas que ya habían sido derrotadas y que nadie quería recordar.
España empezaba lentamente a recobrar la sensatez.
El Alemán nunca logró que aquel motor de agua funcionara. Vagó de un lugar a otro con aquella carpeta azul llena de planos que sólo él entendía. Y murió como un vagabundo, creyendo que sus actos habían sido un sueño. Sin queja, acatando el destino terrible de disolverse en la nada.
Cuando vinieron a mi casa aquellos policías preguntando si conocíamos a JuanMuller Kruger, mi madre por temor o quizá por lo que todo aquello representaba dijo que no, que se trataba de un error. Y ellos se fueron circunspectos, uno con la carpeta azul en la mano, mirando aquellos planos, sin saber qué significaban.
Después leímos la noticia en el periódico.